El lustrabotas

¡Oh, que pobreza agobiaba

aquel infante!

descalzo, con harapos

y un trapo

para sacarle brillo

a los zapatos

de aquellos patroncitos.

Venía

de los arrabales de Santiago,

vivía

en una choza de barro

y su único juguete

una pelota de trapo.

De limosna vivía

Extendiendo

sus diminutas manos

oprimía

el corazón de la gente,

quienes, le daban

propina y sus zapatitos.

Sus ojos grandes, oscuros

y almendrados,

temerosos y tímidos

en su infancia

y tan seguros después.

Ya muchacho crecido,

alegre y gentil

grave y seguro,

con su lustrín y su taburete

y sus manos tan diestras,

como música viviente,

hacía brillar y brillar

zapatos y botas.

Se sentían sus pasos

y sus caricias en el suelo,

sin miedo al tiempo

con su lustrín a cuestas,

tenía

siempre la luz encima,

la luz de la gente.

Era el lustrabotas de una ciudad,

donde la gente apresurada,

con confianza

sus zapatos le entregaban.

Con su humildad, sencillez

y modestia

atraía al público.

El lustrabotas

golpeaba su lustrín,

para atraer a sus clientes,

toc, toc, toc:

“Patroncito, patroncito

¡Déle una sonrisa al día,

déjese limpiar sus zapatitos,

tiempo tiene todavía,

mis honradas manos

les dejarán limpiecitos!”

¡Qué satisfechos quedaban

los patroncitos!

Con su habilidad y destreza,

su coraje y su trabajo,

era impresionante

como hechizaba a la gente.

Siempre traía

en el bolsillo de su pantalón,

una revista ya raída,

que hojeaba con interés,

con la ilusión de saber que leía.

¡cuán feliz sería  si

pudiera leer y escribir!

Siempre

les ofrecía a sus clientes

su revista,

la que leían con interés

Sus manos siempre rápidas,

se movían en el aire,

como si estuvieran danzando.

Adulto con experiencia

siempre dispuesto

a entregarle al calzado

una presencia brillante

bajo el aire del día.

Ya viejo

con su voz ya débil,

seguía atrayendo a sus clientes.

Patroncito, patroncito

¡Déle una sonrisa al día,

déjese limpiar sus zapatitos,

tiempo tiene todavía,

mis honradas manos

les dejarán limpiecitos!

Fatigado un día,

de su trabajo

intenso y prolongado,

dejó caer su cuerpo,

durmiéndose para siempre

en la helada acera

de una plaza

bajo la mirada de la gente.

Su ausencia se sintió,

a los alrededores,

pero su recuerdo

y su silencio,

quedó entre la gente,

más allá del tiempo,

más allá del cielo.

Nombre…

seguramente tenía,

como también pasado e historia

Ya enterrado tal vez

en el cementerio de los aires.

Dicen que al pasar por allí,

se siente su cuerpo, su sombra,

su alma y su presencia invisible,

que no se ve

sino se guarda

entre el vivir y el recuerdo.

¡Tendrá en el camposanto

ya una lápida de nubes

y al fondo

un ramo de rosas

sin espinas de frío!

Hoy se habla tanto,

en los bares, en las calles

y en el metro.

Aprendió el lenguaje

breve y específico,

limpiando botas y zapatos,

por las celestes avenidas.

Su imagen, sus ojos

y su nombre sin nombre,

son ya recuerdos.

Unos días después,

¡Qué alegría para los patroncitos!

Al ver un muchachito,

silbando

y golpeando su lustrín.

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