La estación de trenes

Era un día nublado que arrebataba el aire y más encima con esa niebla espesa que no se veía un alma a la redonda, con mi bicicleta cuesta arriba avanzaba a paso de pulga; era la hora de la siesta donde todos yacían en lugares de trabajo o los viejos y niños durmiendo en sus respectivos lugares de reposo, se sentía el aterciopelado melódico tren de la estación que se detenía para recoger a sus pasajeros. Cada vez me acercaba más a ella, a la estación sin dueño, una estación pequeña donde la gente del pueblo se encontraban y se juntaban para fumar un puchito y comenzaban con el pelambre que nunca acababa. La estación de trenes era el punto central para las copuchentas número uno, rogaba que se dispersaran y no me vieran pasar, las veía y las sentía ya sin escrúpulos sobre mi persona, nada menos una extranjera que viviera cerca de ella, la peste andante. No tienen otra cosa que hacer, se lo pasan gastando su tiempo ya que lo tienen de sobra en esas rondas del pelambre y con qué gusto lo hacen. Al pasar delante de ellas, suena un saludo obligado y sin tono, al mismo tiempo el mío amable y respetuoso hacían un solo mezclado de sarcasmo que me llegaba a mis oídos sordos por el ruido del tren pasando en ese momento inoportuno. El tren se detenía pensando que subirían las habladurías hacerle compañía, pero siguieron tejiendo sus telas empañadas por sus mediocres temas del día, esperando un momento que subieran sus voces me detuve ya que estaba cerrado el andén, dejaron de hablar sobre mi persona cambiando rápido de tema se pusieron rojas con solo mirarlas. Mi amabilidad y respeto las incomodó y como siempre llegaron hablar del tiempo pasado en el que no había extranjeros tan amables, descargaron su furia sobre la vecina sin escrúpulos del barrio vecino, era solo una chiva para cambiar el tema. La pobre vecina llegó atrasada a tomar el tren y dirigiéndose a ella la saludaron con un tono amargo y seco. La estación de trenes lloraba de tristeza que la utilizaran de ese modo sin pedirle permiso  pero  no cabía duda que su dolor llegaba más allá de las fronteras. Pero resignada las acogía, para no sentirse sola sin el tren de cada media hora.

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